La ventana indiscreta. Convirtiéndonos en una raza de mirones.

Ya era un destacado director (y me refiero a director, no a autor) del cine británico cuando lo llamó el productor David O. Selznick, emprendiendo su segunda etapa de su filmografía con películas como   Rebeca  o   Sospecha, pero su inmensa fama todavía estaría por llegar y vino de la mano de dos críticos franceses –que lo que realmente querían hacer es cine- Claude Chabrol y Eric Rohmer, con un libro llamado  Hitchcock. Y lo cierto es que a la fecha de esa publicación, aún le quedaban algunas de sus obras maestras: VértigoCon la muerte en los talones o ésta de La ventana indiscreta.

Uno de los grandes inconvenientes que tiene el cine de Hitchcock es que de todas sus películas se ha dicho prácticamente de todo, de ahí que sea muy difícil presentarlo con una cierta originalidad. Es el film en donde depura al máximo su propio estilo, una de las dos favoritas de François Truffaut, quién se consideraba un auténtico apasionado de su cine. Es la primera vez en la que insinúa el toque de erotismo que desarrollará en películas posteriores como Marnie la ladrona y una de las colaboraciones con uno de sus actores fetiches, James Steward, después de La soga. Película que sería su antítesis a nivel narrativo y técnico.

Un microcosmos a vista de cámara.

 Hitchcock fue famoso por poner de manifiesto esa condición de mirón que todos llevamos dentro, demostrando cómo la curiosidad obsesiva podía traernos consecuencias nefastas. Y lo hace a través de un recorrido roussoniano de la existencia humana, en el que se esconde otra de sus piezas claves: un crimen espeluznante cometido en medio de una asfixiante ola de calor. Mucha atención, por cierto, al juego de cameos del propios director que nos regala un instante oculto en medio de ese famosísimo decorado.

La ventana indiscreta  es una película con un suspense muy diferente de ese falso culpable de  Con la muerte en los talones e incluso rompe con las reglas del género de sus propias películas (sabe el personaje lo mismo que el espectador), lo que vemos sobre todo en la secuencia en la que el personaje de Raymond Burr va a la casa de James Steward (lo importante no es saber lo que va a pasar, sino cómo se va a librar de la situación). Pero quizás la novedad más destacada, o una de ellas, es que James Steward cede protagonismo a un rosario de personajes a cada cual más interesante. Los que aparecen en el objetivo de su cámara fotográfica casi como una obsesión.

Todos estos personajes darán sentido a esos tediosos días donde el asfixiante calor y el aburrimiento sumen al protagonista en un abatimiento total. Esa señorita corazones solitarios, refinada y culta que por las noches pierde los papeles y la dignidad con el alcohol; esa pareja de enamorados que no salen del cuarto y que con un sólo plano nos enseñará posteriormente como llega el fin de su pasión, o la pareja que tiene a su pobre perrito como única compañía pero sobre todo el personaje de Lars Thorsvhald, vital para sacar del aburrimiento a James Stewart, un aventurero encerrado entre cuatro paredes y necesitado de emociones fuertes. Lo vemos por ejemplo en la escena de créditos que acompaña a toda una colección de recuerdos, fotos y premios, hasta llegar a la cámara rota y por fin a la escayola que postra en cama a nuestro protagonista.

Un portento técnico.

 La película está llena de pequeños detalles, dotándolo de un diseño de producción, complicadísimo, dirigido por alguien que quién solía controlar todo el proceso de una película, de principio a fin. En este sentido, uno de sus grandes retos sería la iluminación que requirió de toda la luz con la que contaba la Paramount en esos momentos  (lo que se destaca, sobre todo en esos planos del callejón en donde discurre la vida normal de la calle). Otra dificultad es que, entre plano y plano –de luz- pasaban horas por iluminar esos planos generales, los interiores y la citada calle, todo en un mismo plano, que a veces era de grúa.

 Al ser este personaje un fotógrafo, le permitía cambiar las dimensiones de los planos –porque tiene unos prismáticos y una cámara fotográfica- sin que nunca perdamos el punto de vista de este personaje. Hay incluso planos panorámicos, como los de la casa del viajante, llegando incluso al concepto de la “pantalla dividida”. Pero, en la realidad, la estructura de la película es tan simple porque sólo cuenta con tres aspectos. Primera idea: alguien mira, Segunda idea: lo que mira y Tercera idea: la reacción por parte del voayer.

También encontramos ese pudor, muy de hithcockiano, cuando el propio mirón se avergüenza en ciertos momentos (ante la pareja de recién casados que se pasan la película haciendo el amor o ante   la bailarina, duchándose). O en la propia historia de amor de los dos personajes protagonistas. «Ella pertenece a esa atmósfera enrarecida de Park Avenue: Restaurantes caros y fiestas de cóctel de intelectuales. La gente sensata se queda en el lugar donde pertenece. ¿Puede imaginarla vagando por el mundo con un fotógrafo que nunca tiene más que el salario semanal en el banco? Si sólo fuera común y corriente».

 Dos personajes completamente distintos, una mujer sofisticada y un hombre, aventurero. De hecho, la secuencia del beso supone casi una invasión por parte de Grace Kelly.

Siendo ella el personaje con el que acabamos este análisis y la película, que terminará igual que empieza, con el primer plano del termómetro pero con un sentido completamente diferente. El termómetro marca un descenso de las temperaturas, el personaje de James Stewart está feliz al lado de Grace Kelly (quien no lo estaría en la vida real), mientras que ella nos indica estar instalada en el piso, leyendo un libro de viajes que cambiará por una revista de moda.

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