Belfast. Ese verano del 69.

Todo lo que se hace como arte es autobiográfico.

Federico Fellini.

La cita con la que comenzamos pertenece a Fellini que sabía muy bien de lo que hablaba. El cineasta trasalpino dedicó dos películas a sus recuerdos (“Amacord” y “Fellini 8 y medio”), mientras parece que esta tendencia de querer filmar sus memorias va en aumento. Si Alfonso Cuarón trasladaba su infancia a la pantalla a través de un limpio blanco y negro en “Roma”, el actor y director inglés Kenneth Brannath hace lo propio con esta nostálgica carta de amor a su ciudad natal en Irlanda del Norte. Y lo sitúa justo en el momento en que estallaron los disturbios, a finales de los años 60.

Estamos en verano de 1969 y el pilluelo de Belfast, Buddy (Jude Hill) está obsesionado con los comics, el fútbol y una compañera de clase. El joven alter ego del propio director vive en un barrio “mixto” –formado por protestantes y católicos- y queda atónito cuando se produce un motín en plena calle con la idea de asustar a la población local católica. Sus padres Jamie Dorman (el protagonista de Las cincuenta sombras de Grey) y Caitriona Balfe (“Outlander”), a pesar de ser protestantes, se oponen a las medidas aplicadas por los líderes de los disturbios, sobre todo de su carismático cabecilla Billy Clacton, que exige “pago o compromiso” entre sus vecinos. Todo eso contado desde la mirada de un niño de diez años.

Como cineasta, el irlandés Kenneth Brannaght es un director muy particular que pasó de las adaptaciones de Shakespeare (Desde Mucho ruido y pocas nueces a Hamlet, más versiones que el propio Lawrence Olivier) a blockbuster (Thor), aventuras de la factoría Disney (Artemis Flow), cine de autor (Los amigos de Peter), remakes (La huella) o relatos de Agatha Christie (Asesinato en el Orient Express y Muerte en el Nilo), siendo este su único guión original, con la excepción de la ya lejana “En lo más crudo del invierno” (1995), otro film seudobiográfico aunque en la etapa de su vida como actor. Normal que en su trabajo más personal, ese proyecto soñado durante tanto tiempo, regrese una y otra vez a la magia del séptimo arte.

El cine como catarsis.

Son muchos los cineastas que toman su oficio como parte de un imaginario colectivo capaz de dotar de color un sinfín de historias. En este sentido, Kenneth Brannagh lo hace literalmente para demostrar el poder catártico de unas películas que logran embelesar a sus personajes que viven en constante estado de consternación por lo que sucede en su vecindario. En la televisión de la sala de estar se emite la serie “Star Treck” y hay multitudes de referencias cinematográficas y algunas propias (Brannagh dirigió una versión de Thor, comic que lee el joven Buddy). Desde alusiones a Steve McQueen de “La Gran Evasión” a Fred Asteir y Ginger Rogers, a imágenes de unos westerns específicamente seleccionados como “El hombre que mató a Liberty Wallance” y “Solo ante el peligro”. También los continuos viajes de la familia al cine sirven de inspiración en este sentido, por la ofrenda mágica del color –el poder de la imaginación que pretende animar la vida de sus personajes-. Así vemos imágenes vívidas de “Hace un millón de años”, con la referencia a Rachel Weltz; “Cuento de Navidad”, en la versión de Ronald Neimy (1970), y sobre todo ese clásico del cine familiar que era Chitty Chitty Bang Bang, cuya música traspasa la propia película para acompañar las festividades navideñas en la casa de los protagonistas.

Una preciosidad visualmente.

Hay dos instantes de color que muestran la actual Belfast y que sirven como corchetes para dar una mayor trascendencia a la historia que cuenta. Pero lo realmente llamativo es la cuidada producción, llena de pequeños detalles y sobre todo de una deslumbrante composición visual. La película está filmada por el cameraman griego Haris Zambarloukos que asumió los ambiciosos retos de Branangh como su versión de “Sleuth” o sus films sobre los relatos de Agatha Cristhie.

Compositivamente, hay unos espléndidos planos picados y hermosos primeros planos, con el fondo desenfocado; preciosas imágenes tomadas desde las puertas y ventanas abiertas.  Y la película tiene una lograda técnica cinematográfica. En la escena inicial, la madre llama a su hijo Buddy para que vuelva a casa. Los niños juegan con unas espadas de madera y las tapas de cubos de basura, como escudos. Buddy sonríe por ser el ganador de esa batalla de fantasía fingida, cuando regresa a casa, pero entonces se produce el caos. La cámara da un giro de 360º a su alrededor, mientras la imagen queda en silencio, rompiéndose las ventanas y lanzándose cócteles Molotov, por lo que la utopía de su infancia queda en llamas.

También merecerían destacarse los sermones del párroco o la vida comunitaria en el barrio, en el que todos se conocen y hacen vida en plena calle. O ese momentazo musical que protagoniza Jaimie Dorman, justo antes del epílogo. O las peleas del matrimonio a causa de sus problemas con Hacienda. O ese carácter inmigrante que ha tenido el pueblo irlandés desde tiempos inmemoriales: “sino no habría pubs en todo el mundo”, dirá Caitriona Balfe en una secuencia. Al final, nos quedamos con una película que termina siendo una ensoñación romántica, a pesar de la crudeza del telón de fondo, con una nostalgia de la infancia filmada con un blanco y negro teñido de rosa,  y acompañada por la música de la leyenda local, Van Morrison.

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