Casablanca. “Siempre nos quedará París”.

«¿Dónde estuviste anoche?» «¿Anoche? No tengo la menor idea». «Y ¿qué harás esta noche?» «No hago planes por anticipado».

“¿Cuál es su nacionalidad?” “Soy un borracho”.

Casi todo el mundo reconoce estos diálogos, pertenecen a la película Casablanca, una de las más populares de la historia del cine, incluso hoy en día, sobreponiéndose con asombrosa vitalidad a un uso abusivo que a punto está de convertirlo en una ilustre colección de lugares comunes –algunos de los cuales, falsos- en la que destaca, por méritos propios, la recurrente canción: “As time goes Bye”.

¡Tócala otra vez, Sam!

No es nada fácil definir “Casablanca”; se puede decir que es un thriller, con trasfondo político, ambientado en una emblemática ciudad norteafricana de la Francia ocupada a la que llegaban refugiados, concretamente a un conocido café en donde se juega, se conspira y se trafica con salvoconductos. Pero se puede definir también como un melodrama romántico, con una deslumbrante y truncada historia de amor como telón de fondo. O simplemente, como nos apunta el final: Una gran amistad.

Nace un clásico.

Las circunstancias que rodean la producción y rodaje de la película, arrojan suficientes luces sobre cómo surgió Casablanca y el fenómeno de popularidad que, con el tiempo, fue erigido sobre sus imágenes. Eran tiempos de guerra y los estudios querían armonizar la propaganda pro-belicistas junto con los dramas de consumo, que producían sistemáticamente. Casablanca fue uno de ellos, surgido de la suma de un cúmulo de coincidencias que ninguno de sus responsables pudo calibrar en su momento.

Para su escritura fueron contratados los prestigiosos hermanos Epstein, Julius y Phillips, que empezaron a escribirla antes de que se concretara el reparto. Pero los Epstein abandonaron pronto el proyecto, reclutados por Frank Capra para participar en un documental de propaganda bélica, y fueron sustituidos por Howard Koch, que se desentendió del gusto por la acidez de sus predecesores, para prestar mayor empeño en todo lo relacionado con la moral de los personajes en tiempos de guerra. Al parecer hubo otro guionista más, que no apareció en los títulos de créditos, y que se encargó de desarrollar las escenas más románticas, en concretos los flashback que reconstruyen los encuentros entre Bergman y Bogart en París, inmediatamente anteriores al comienzo de la guerra.

Un director famosísimo como el húngaro Michael Curtiz, aunque él no fuese la primera opción sino William Wyler, que solía trabajar a destajo con tal de curarse la depresión crónica que sufría. Y un reparto en estado de gracia, con los míticos Humphrey Bogart e Ingrid Bergman como protagonistas (que tampoco fueron la primera opción, sino Ronald Reagan y Ann Sheridan), junto con unos secundarios a la altura como el Capitan Renault, Major Strasser, Ugarte, Sam, el gordo Ferrari).

Lo cierto es que se trata de una película intocable de la que se ha escrito de todo y que, mal que les pese a muchos, no podría hacerse hoy en día porque es fruto de un cine en estado de gracia que ya no existe. De hecho, intentaron actualizar la historia con muchos paralelismos con el film de Michael Curtiz (“La Habana”, Sidney Polack) en los años 90 y fue un desastre. También le sucede como a muchos clásicos: no nació con las expectativas de gran producción. Se produjo con la idea de que fuera una película más de la Warner (eso sí, con un reparto de grandes estrellas, como muchísimas otras), con un presupuesto ajustado y un guión –considerado como el mejor de todos los tiempos- que no terminaba de definirse. Los diálogos llegaban al set en el mismo momento del rodaje o nadie sabía cómo iba a terminar (quién subiría al avión).

– ¿Puedo contarte una historia?

– ¿Tiene un final feliz?

– No sé qué final tendrá.

– Puede que se te ocurre a medida que lo vas contando.

No es ningún prodigio de la técnica (incluso con docenas de errores de raccord)  pero ni falta que hace, porque eso forma parte de la magia del cine. Los clásicos, para empezar, suelen ser hijos de su tiempo y revisarlos ochenta años más tarde no es fácil cuando, por ejemplo, como melodrama con esos diálogos tan llamativos no podría hacerse de ninguna de las maneras. Pero ahí está, tan fresca como el primer día.  Una de las grandes películas de la Edad Dorada de Hollywood, la joya de la corona de la Warner Brothers y sigue siendo hoy uno de los títulos más memorables de todos los tiempos. Su condición de “milagro” dentro de un rodaje caótico lleno de dificultades y pequeñas imperfecciones es lo que hace de “Casablanca” un clásico por derecho, que por muchas veces que se vea siempre apetece verla una vez más.

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